19 de agosto de 2012.
Después de bastante tiempo vamos
a reencontrarnos una vez más con Doñana, al menos, con sus playas. Atravesamos
con la barcaza (6 €, por persona) la poca anchura en la desembocadura en Bajo
de Guía y nos plantamos en “la otra banda”. Marea baja que deja una amplia zona
intermareal de arenas compactas en la parte más interna y próxima a la línea de
marea en ese momento, que nos evita el “malandar” con sus arenas más blandas y
dificultosa para el transitar. Caminamos así, precisamente hacia Malandar,
dejando los restos de antiguos bunkers construidos en los años 40, como
defensas ante el temor a un desembarco aliado. Como restos, son también
testigos de los cambios producidos en estas costas formadas por una flecha
arenosa que se desplaza en dirección a la desembocadura y que sigue creciendo,
pero con acreciones y retrocesos de la línea de marea a la altura de los
antiguos fortines, hoy batidos por el mar en la pleamar pero antaño mucho más
al interior y fuera de la zona intermareal.
Los pinos del Pinar del Faro nos
acompañan hasta la misma playa para luego tras la punta ir alejándose al dejar
una zona de incipientes dunas que avanzan hasta ellos “acorralándolos”. En esas
dunas nacientes encontramos el barrón (Amophila
arenaria), como casi única vegetación, que luego va siendo acompañada de
enebros marítimos que se están recuperando bastante bien.
Caminamos hasta tener enfrente La
Jara, en la costa sanluqueña, por una amplia playa, casi solitaria, con pequeñas
lagunas dejadas por la bajamar (“Golas”, se denominan aquí a las pequeñas
lenguas de arenas causante de estas lagunas, al mantener atrapadas las aguas en
las bajadas de la marea). Aquí pasaremos el día, protegiéndonos del fuerte sol
con las imprescindibles sombrillas.
Primeros baños en estas aguas, tan próximas
pero a la vez tan distintas a la de Sanlúcar. Aguas a una agradable temperatura
que nos tiene acostumbrado y hace que sintamos como frías las de otra cualquier
playa. Notamos una fuerte corriente en dirección NW, hacia Matalascañas y la
salida del estuario, tal como corresponde a una situación de bajamar. Y luego un
largo paseo por esta amplia playa hacia El Inglesillo, otro antiguo cuartel de
carabineros ya abandonado. La playa desierta, las rizaduras de sus arenas (ripple
marks), las huellas de la rompiente formando pequeñas oquedades en tan blando
substrato y la sensación de soledad e inmersión en una naturaleza virgen,
contrastan sobre manera con respecto a la otra orilla, con las construcciones
de Sanlúcar y las urbanizaciones dispersas de La Jara hasta Chipiona. El faro
de ésta marca el último punto que es
visible de la otra costa.
Sentimos el reencontrarnos con
Doñana, con su belleza y sus contrastes. Bandadas de gaviotas y otros
limícolas, entre ellos los ostreros, ocupan la fina franja donde rompe el
pequeño oleaje. Las espumas blancas, señalan la barra y el roquedo que queda
casi en superficie, velando solamente en las mayores bajamares. Caminamos y
caminamos, apreciando el contraste de los colores, de un mar apenas azul, los
penachos blancos de espumas, los restos de un naufragio, el ocre de las arenas
mojadas, el claro, casi blanco, de a donde apenas llega el mar, el resplandor
de las incipientes dunas, el verdor de los bosquecillos de enebros sobre ellas
y nada más que el sonido del viento, de la suave brisa que nos refresca, o del
murmullo del mar. Y el olor a mar mezclado con la fragancia de los pinos que a
veces nos llega.
Podríamos seguir así, caminando
hasta encontrarnos bruscamente con la urbanización de Matalascañas, 20 km más
allá, y el fin de este remanso de paz y naturaleza. Pero volvemos para
disfrutar otra vez de un largo baño reparador y comprobar que ha comenzado la
subida de la marea y que la fuerte corriente, ahora, nos arrastra casi, hacía
el río.
Y así, hasta que ya con un sol bastante bajo,
la barcaza nos devuelve a Bajo de Guía y a la obra de los hombres.
Dos mundos con sus contrastes,
apenas separados por unos cientos de metros.