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viernes, 5 de diciembre de 2014

De nuevo las Abejas solitarias

Como en el pasado diciembre de 2013, han aparecido una amplia colonia, este año significativamente mayor, sobre los barros rojos de la Parcela de Pino Alto estudiada, en el pago Alto de las Cuevas de Sanlúcar de Barrameda. Se tratan de unas abejas del género Andrena, nos inclinamos por la especie flavipes (Andrena flavipes).
En este vídeo mostramos la actividad de a colonia al medio día del 5 de diciembre de 2014








Abejas solitarias

viernes, 6 de junio de 2014

Sanlucar y Doñana en la novela La Berlina de Prim, de Ian Gibson




En la novela de Ian Gibson se hace una excelente descripción de una bajada por el río desde Sevilla, el desembarco en Bonanza, las impresiones del protagonista, el periodista inglés Patrick Boyd, sobre Sanlúcar y sobre todo de un viaje a Doñana para poder observar al amanecer la llegada de los ánsares al cerro del mismo nombre.


Extracto de la Berlina de Prim, de Ian Gibson, Ed Planeta. 2012


Una hora después el Guadalquivir, ya casi una inmensa laguna, describió una amplia curva y apareció delante de ellos, en el horizonte, una colina coronada por un castillo. Sanlúcar.
            —Ya casi estamos —dijo Celedonio Palencia—. Mire, señor Boyd, el pueblo a nuestra izquierda. Es Bonanza.
            —Su amigo Peter Falkland y yo atravesamos el río desde allí —le dijo Machado Núñez a Boyd—. Me imagino que se lo ha contado. Es la mejor ruta para llegar al palacio de Doñana. Pero la nuestra es distinta y hay que embarcar más abajo.
            —Qué nombre más poético, ¿no? —dijo Palencia—. «Bonanza.» ¡El buen tiempo que necesitan los marineros! El puerto ha crecido en importancia. Aquel vapor verde es inglés, es de Liverpool. Conozco al capitán. Viene aquí a cargar manzanilla, que por lo visto tiene ahora gran predicamento entre los compatriotas de usted, señor Boyd.
            Pero Patrick tenía los ojos fijos en la otra ribera. Palencia le siguió la mirada.
            —Es un bosque inmenso de pinos piñoneros —dijo—. Mañana lo cruzaremos de sur a norte. Es otro mundo, ya verá, sin telegramas ni periódicos ni coches ni tranvías. Por unas horas dejaremos atrás la civilización y el confort y volveremos a la vida primitiva. En Doñana manda y corta la madre naturaleza, y a quien no le guste, mejor quedarse en casa. Ya le digo, es otro mundo.
            Como para confirmar sus palabras cruzó entonces el río, en dirección al corazón del Coto, una inmensa ave rapaz, moviendo despacio las alas.
            Patrick la siguió con su telescopio y anunció:
            —Un águila imperial, la más grande de Europa. ¡Cómo se nota que hemos llegado!
            Veinte minutos después el barco los depositaba en el muelle de Sanlúcar de Barrameda.          

            Celedonio Palencia vivía con su mujer Enriqueta en una casona del Barrio Alto sanluqueño, heredada de sus padres. La rodeaban numerosas bodegas de manzanilla, y el perfume del vino impregnaba el ambiente.
            El naturalista quería que sus invitados disfrutaran sin perder tiempo la impresionante vista de Doñana que se obtenía desde el tejado plano del vetusto inmueble.
            Era ciertamente espectacular. Se apreciaba toda la desembocadura del Guadalquivir, la larguísima playa virgen que, lamida por el Atlántico, se extendía casi hasta Huelva, las múltiples hileras de dunas motejadas de zonas verdes —corrales, explicaba Palencia—, el denso y oscuro pinar que cubría toda la parte meridional del Coto y, más allá, la inmensa expansión de marisma, con sus lagunas y lucios, que, difuminada entre una tenue bruma, se perdía en la lejanía.
            Patrick había sacado su telescopio y hacía un somero reconocimiento previo del territorio.
            —Las puestas de sol en Sanlúcar son fabulosas —dijo Palencia—. Tengo entendido que fueron una de las razones principales que le indujeron a Montpensier a venir aquí.

            Aquella tarde, mientras los Machado, Araceli y Patrick daban una distendida vuelta por la población —parando un buen rato delante del cercano palacio del duque, con su ostentoso pórtico neomudéjar—, Palencia fue en busca de Pedro González, que vivía cerca del río, en el barrio de Bajo de Guía.
…………………
Los excursionistas cenaron alegremente alrededor de la mesa rústica que ocupaba el centro del amplio comedor de la casona, en realidad casi más biblioteca que comedor, pues sus paredes estaban cubiertas de estanterías rebosantes de libros, así como de objetos adquiridos o encontrados por Palencia en sus viajes y excursiones a lo largo de los años.
            En cuanto a la anfitriona, se reveló tan esmerada cocinera como Cipriana Álvarez (Patrick nunca había probado las famosas acedías de la localidad). No podía faltar la excelente manzanilla, tratándose de donde se trataba, y completaba el ambiente cálido, propicio para las expansiones, una chimenea bien surtida de leña de olivo.
            En uno de los pocos espacios libres entre las estanterías colgaba un gran plano del Coto. Terminada la cena, Palencia se dirigió hacia el mismo.
            Había llegado el momento de detallar la ruta del día siguiente.
            —Es una copia del plano hecho por mi buen amigo Wilson —explicó primero—. Es un fanático de Doñana, como yo. Un inglés muy inglés, muy raro, un gran naturalista y también un cazador empedernido. Viene aquí cada otoño y alquila una casa en Jerez. Este año ha traído consigo unas culebrinas mortíferas, que monta en una lancha, y un rifle con balas express (me dijo que así se llaman), capaces de abatir un tigre a ciento cincuenta metros. A lo mejor le vemos allí. ¡O le oímos!
            El naturalista explicó luego lo que había decidido con el guarda Juan Fajardo, que les iba a servir de guía. Cruzarían el río a las diez de la mañana, lo que les daría tiempo suficiente para alcanzar su destino con luz solar todavía. En la otra ribera les estaría esperando Fajardo con los caballos y mulos. Sería una dura caminata de unos catorce kilómetros.
            —Enriqueta nos va a preparar una merienda estupenda —dijo, volviéndose a su esposa.
            —Por supuesto que sí, cariño —replicó ella, sonriendo—. Para que no desfallezcáis en el camino, que mucho camino va a ser.
            —Al final de la masa forestal hay como dos avanzadillas paralelas de pinar separadas por un arenal —continuó Palencia, apuntando el lugar con el dedo índice—. Seguiremos por la de la izquierda, la más cercana a la playa, hasta arribar a un paraje con una torre vigía muy antigua, que se llama Zalabar, casi ahogada por la arena, dicen que es de tiempos de los fenicios. Allí cerca están las chozas de los carboneros y piñoneros donde cenaremos y dormiremos. Bueno, donde dormiremos hasta las tres de la madrugada, porque hay que estar en el cerro una hora antes del amanecer y quedan todavía cuatro kilómetros de camino.
            —Sí, claro, hay que estar antes —convino Machado padre—. Los ánsares son criaturas extremadamente cautelosas. Si sospechan algo no acudirán a arenar en su querencia preferida, y todo nuestro esfuerzo habrá sido inútil.
            —¡Porque esfuerzo nos va a costar llegar hasta las chozas y luego al cerro! —remachó Palencia, riéndose—, y el cuerpo lo va a notar, sí señor. ¡Espero que usted no se haya olvidado de traer su atuendo campero, señora marquesa!
            —¡Ya lo he sacado de la maleta, todo revisado y comprobado, capitán! —contestó Araceli, sonriendo—. No creo haber olvidado nada. Por lo menos nada esencial.
            ……………………………………

            Salió del comedor-biblioteca y volvió con una pequeña caja en la mano. Se sentó otra vez a la mesa y la abrió.
            —Es una placa de bronce con una imagen de Astarté —dijo, sacándola—. La diosa fenicia de la fecundidad y del amor.
            —Y de la navegación —matizó Machado Núñez, mirándola con gran interés—. Astarté tenía un templo importante en Cádiz.
            —Es cierto —ratificó Palencia—. Como el buen gaditano que eres, ¿cómo no lo ibas a saber? —Le pasó la pieza y siguió—: La encontró un carbonero cerca de Hinojos hace unos meses. Por suerte me enteré y se la pude comprar.
            —¿Hinojos? —preguntó Boyd.
            —Es un pueblo situado en la linde de la marisma por la parte de Villamanrique de la Condesa —explicó Araceli—. No lejos de nuestra finca.
            —A la diosa la acompañan dos aves, una a cada lado —dijo Palencia—. A ver si usted nos da su opinión de ornitólogo al respecto, señor Boyd.
            Patrick, cogiendo la placa con ambas manos, la contempló embelesado.
            —No hay la menor duda —sentenció—. La de la derecha es un pato real. Y la de la izquierda un ánsar.
            —¡Bravo! ¡De acuerdo! —exclamó Palencia—. A mi juicio demuestra que los ánsares de Islandia llevan invernando en el Coto desde hace miles de años.
            —¡Qué pelo más hermoso lleva! —exclamó Araceli, cogiendo la pieza y acariciando la cabeza de la diosa.
            —Sí, y un collar precioso —dijo Palencia—. Son flores de loto, las flores sagradas de Egipto y de la India.
            —¿Y cuántos años puede tener? —preguntó Machado Álvarez, intrigado.
            —Bueno, no sé, tal vez dos mil quinientos, ¡debe de ser de la época de Argantonio, el último rey de los tartesios!
            —Se dice, y yo lo creo —interpuso Machado Núñez— que la Virgen del Rocío es Astarté con un ligero disfraz.
            —Yo también lo creo así —respondió Palencia—. Hay imágenes de Astarté con una tórtola blanca entre las manos. ¡Te das cuenta, Antonio! ¡La Blanca Paloma, la Virgen del Rocío! Yo estoy convencido. Astarté, bajo la advocación de la Virgen de la Blanca Paloma, es la diosa tutelar de Doñana... ¡y de los ánsares que vienen a visitarnos cada otoño e invierno desde Escandinavia!

 …………………..


            —¡Nos quiere llevar consigo a la mar! —exclamó Araceli, realmente alarmada.
            Así parecía. Se había puesto a soplar el levante y el Guadalquivir, espoleado por la marea baja e impaciente por fundirse en un impetuoso abrazo con el océano, les empujaba con bravura. Los cuatro remeros, sorprendidos por la fuerza del oleaje tan de repente crecido, necesitaban de su larga experiencia para mantener el rumbo del falucho, que, rebasada la mitad de la corriente, ya se iba aproximando al embarcadero.
            Llegados a su destino, donde les esperaban con los animales Juan Fajardo y otro guarda, el alivio fue general.
            La palidez de Machado Álvarez corría pareja con la de Araceli. De hecho, sólo Celedonio Palencia y Patrick Boyd habían disfrutado la travesía. El primero porque la tripulación le ofrecía todas las garantías, y Boyd por tener la mirada tan clavada en el otro lado del río que apenas se había enterado de que podía haber un problema.
            —¡Creí que nos íbamos a pique! —prorrumpió Machado padre, ya en tierra—. ¡Vaya manera de empezar nuestra aventura! Me pregunto si a Goya y a la duquesa de Alba les pasó algo parecido.
            —¿Cómo? —dijo Patrick.
            —¿Ah, no lo sabía? Sí, hombre. El Coto pertenecía entonces al marido de la duquesa, no recuerdo cómo se llamaba, y ella lo heredó a su muerte. Goya, que ya era su amante, la visitó en Sanlúcar. Y cruzaron el río.
            —En el verano de 1796 —dijo Palencia.
            —¿En 1796 fue? Bueno, te creo. Vivieron su idilio en el palacio de Doñana, donde mañana pasaremos la noche. Se dice que allí pintó sus dos majas.
            Patrick miró a Araceli, que ya se reponía del susto. Escuchaba atenta y se dibujaba en sus labios una leve sonrisa.
            Cargadas maletas y provisiones en los amplios cerrones de los mulos, y montados los excursionistas a caballo, penetraron, guiados por Fajardo, en la densa selva de pinos piñoneros que había observado Patrick desde el vapor.
            «Palencia tenía razón —pensaba—. Desembarcar aquí es dejar atrás el mundo conocido y entrar en otro absolutamente virgen, primitivo.»
            Iban en fila india por una vereda arenosa que dificultaba el tránsito de las bestias y hacía imposible que caminasen al trote. Detrás de Fajardo y el otro guarda, con los mulos, cabalgaba Celedonio Palencia, a quien de vez en cuando dirigía el primero alguna observación. Le seguía Machado padre. Luego venían Araceli —montada a la inglesa sobre una hermosa bestia ojizarca—, Boyd y, ocupando el último puesto de la caravana, Machado hijo.
            Araceli había cambiado el traje del día anterior por un atuendo ecuestre con toque jerezano y llevaba alrededor del cuello un pañuelo de seda roja anudado a lo bandolero. Boyd nunca había visto a una amazona tan atrayente. ¡Y pensar que le acompañaba en ésta su visita iniciática a Doñana! Apenas cabía mayor felicidad.
            Le sorprendía sobremanera la densidad y el verdor del sotobosque, una maraña de lentiscos, jaras, brezos, retama y cantueso todavía mayormente en flor y que, al roce de los animales, desprendían un intenso aroma acre que le recordaba el que envolvía a Araceli la noche de Franconetti.
            Entre el matorral revoloteaban, moteados por los rayos de sol filtrados por las ramas de los pinos, mariposas variopintas, abejas y otros insectos.
            A Patrick le parecía mentira que fuera noviembre.
            Juan Fajardo desmontaba a intervalos y se ponía de rodillas para examinar una traza detectada en la arena por su experimentada mirada. «Por aquí acaba de cruzar un lince cazando», sentenció en una de tales paradas. Paradas que agradecían todos porque les permitían estirar un poco los miembros y beber agua del botijo que llevaba el guarda en una de sus alforjas.
            —Qué pena que no lo viéramos —comentó Machado Núñez—, el animal más hermoso y menos conocido de España. ¡Y yo, queridos amigos, tengo el orgullo de haber sido el primer científico en señalar públicamente su presencia en Doñana!
            En un claro del bosque despacharon con ganas, a mediodía, la merienda que les había preparado su anfitriona en Sanlúcar.
            Tuvieron que caminar tres horas más hasta alcanzar el otro lado de los pinares. Llegados hasta allí constataron que se extendía delante de ellos un desierto donde no crecía nada, a no ser que fueran unos espartos, del cual sobresalían los esqueletos de árboles ahogados por la arena.
            Patrick se quedó impresionado ante aquella transición tan brutal de espeso bosque a despiadado yermo sahariano.
            Juan Fajardo les había explicado que una de las singularidades del Coto era la rapidez con que se hacía de noche, con apenas unos minutos de crepúsculo que, según les aseguró ahora, mientras contemplaban la desolación que se acababa de abrir ante sus ojos, sobrevendría en treinta o cuarenta minutos. Mejor cruzarla sin más demora, recomendó, para llegar todavía con luz a su meta.
            Así lo hicieron.
            El poblado, de seis o siete chozas cónicas de enea, rodeado de una improvisada empalizada de tablas, estaba ubicado en medio de un espacio de pinos y breña cuyo flanco oeste no era ni más ni menos que la abrupta pendiente de una enorme duna de cinco o seis metros de altura. Como imagen de destrucción inexorable Patrick no había visto nunca nada comparable. Daba igual que el proceso de estrangulación de todo el corral pudiera durar un año o dos o cinco, su sentencia de muerte estaba escrita y la primera víctima iba a ser un majestuoso pino alrededor de cuyo recio tronco ya iba subiendo el nivel de la arena.
            Los habitantes del poblado —unos diez carboneros y piñoneros y, en algún caso, su familia—, llevaban semanas esperando con ilusión a los excursionistas, sobre todo por la noticia de que entre ellos venían unos marqueses acompañados de un inglés.
            Uno de los carboneros tenía fama en el Coto por su destreza con el pito y el tambor y, avisado por Juan Fajardo, había preparado para los visitantes, con sus dos hijas, un pequeño recibimiento con música y danza. Mientras el padre agarraba el instrumento de madera con la mano izquierda y le daba al tambor con la derecha, las muchachas, esgrimiendo con garbo las castañuelas, bailaron unos fandangos.
            —No lo saben —le susurró Araceli a Patrick—, pero son sacerdotisas de Astarté, patrona de las marismas.
            Patrick asintió, sonriendo, y dijo:
            —Sí, a lo mejor tienes razón.
            Aunque había caído la noche con la precipitación anunciada por Fajardo, los últimos rescoldos solares todavía encendían de rojo y morado el cielo bajo del poniente.
            Terminado el concierto, el guarda los llevó a las chozas que se habían preparado para su descanso: una para Machado padre y Palencia, otra para Patrick y Machado Álvarez y la tercera para Araceli.
            En el centro de cada una ya ardía, en una tina metálica redonda que hacía las veces de chimenea, un fuego de leña cuyo humo se escapaba en espirales por el agujero practicado en el techo del primitivo habitáculo de enea. Sobre una mesa crepitaba un candil. Un par de sillas, un cántaro de agua y un sencillo armario casi completaban el humilde mobiliario.
            —¡Ahora sí hemos dejado atrás el mundo actual! —le dijo Patrick a Machado hijo mientras desplegaban sobre sendos catres, provistos de mantas de lana, su ropa para la mañana siguiente y algún artículo de aseo—. ¡Es la primera vez que paso la noche en un poblado de la Edad de Piedra!
            En otro corral cercano un ciervo bramaba su despedida al día. Entre los pinos que rodeaban el lugar ensayaba una lechuza sus primeras estridencias nocturnas.
            La cena, compartida por todos alrededor de una hoguera de ramas secas de enebro y otras plantas aromáticas, no pudo ser más bulliciosa. La mujer del pitero había dispuesto para la ocasión una gran olla de conejo, y Palencia sacó de sus alforjas varias botas de vino tinto. Hubo risas y anécdotas marismeñas y hasta accedió a cantar una de las hijas del músico.
            Machado padre y Celedonio Palencia se retiraron luego, así como los ribereños. Patrick les rogó a Antonio y Araceli que se quedasen con él un poco más al lado del fuego, que ya se iba apagando. Les quería comunicar su inquietud en relación con Pedro González y los papeles de Solís. ¿No debería volver a Sanlúcar con Palencia después de ver los ánsares? ¿No sería una insensatez no aprovechar inmediatamente aquella pista, teniéndola tan cerca? ¿No decía el refrán español que pájaro en mano vale cien volando?
            …………………………………………………………..
        

    Despertados por Juan Fajardo, fuertemente abrigados contra el frío y fortalecidos por varias tazas de café muy caliente preparado por la mujer del pitero, iniciaron a las tres y media de la madrugada la última etapa de su laboriosa caminata hacia el Cerro de los Ánsares.
            Iban delante, lado a lado, seguidos por Fajardo, dos de los carboneros de la noche anterior, montados en mulos y provistos de sendas lámparas de queroseno que, colgadas de un palo sujetado con correas al flanco de cada animal, alumbraban la vereda con suficiente claridad para poder evitar tropiezos con obstáculos imprevistos.
            Cruzaron por cuatro o cinco largos corrales separados por trechos de arenal y, hora y media después, alcanzaron el borde del último espacio verde. El guarda les explicó que delante de ellos se extendía, en la oscuridad, un páramo de inmensas dunas de arena.
            El silencio era absoluto, menos el cercano tronar del mar. Escuchándolo, a Patrick le vino a la memoria una vieja balada irlandesa aprendida con los jesuitas de Galway. Evocaba con nostalgia, desde el exilio, el resonar de las olas atlánticas sobre una playa presidida por la luna y las estrellas.
            Fajardo les dijo que les tocaría pronto ir subiendo entre las dunas y que dentro de poco llegarían a un declive con los restos de una atalaya. Allí se quedarían los carboneros, al cuidado de los animales y para preparar el desayuno —que prometía de mucho postín—, mientras ellos cubrían a pie el último tramo.
            Alcanzado aquel paraje empezaron la subida al Cerro de los Ánsares. Fajardo llevaba una de las lámparas de queroseno. Agradecían sus abrigos y bufandas y las botas forradas de lana, recomendadas semanas atrás por Palencia y sin las cuales ya habrían tenido los pies ateridos.
            El Cerro de los Ánsares era en realidad un conjunto de dunas que, ocupando varios kilómetros cuadrados, bajaban en pendiente suave hacia las marismas. El cobertizo, abierto el día anterior por los hombres de Fajardo en la cresta de una de ellas, y disfrazado por matas de arbustos secos, iba a permitir que, totalmente ocultos, pudiesen apreciar por una amplia rendija, con la nueva luz del día, la vasta extensión arenosa que se abría ante ellos.
            Serían las seis de la mañana cuando llegaron hasta allí. Las estrellas ya iban perdiendo su brillantez y se presentía el amanecer. Fajardo apagó la lámpara y todos se metieron dentro del hueco.
            Araceli se colocó al lado de Patrick y, aprovechando la oscuridad, le cogió enseguida la mano.
            —¡Ya estamos! ¡Lo hemos conseguido! —dijo Machado Núñez, rebosando satisfacción—. ¡Gracias, Juan! ¡Y qué suerte hemos tenido con el tiempo! Con tal de que no se levante el foreño y nos huelan los muy pícaros.
            —Es el viento que viene del mar —explicó Palencia a Boyd—. Los ánsares tienen el olfato muy fino, como seguramente sabes, y si soplara el foreño podrían olernos y alejarse.
            Fajardo había traído consigo una petaca de plata, regalada por un naturalista alemán en señal de agradecimiento por las atenciones del guarda durante una visita a Doñana unos años atrás. Anticipando el frío, la había llenado de aguardiente.
            —Un pequeño trago nos vendrá muy bien —dijo, pasándola primero a Araceli.
            Al sorber el fogoso licor, Boyd recordó el que le había hecho probar Paul Angulo un mes antes en Hendaya. Desde entonces, ¡cuántas cosas le habían ocurrido!
            Por la rendija del escondite todos miraban hacia el este, donde, teñido de un débil rubor, ya clareaba el cielo.
            —Dentro de nada se va a realizar su sueño, Patrick —le dijo Machado padre—. No sabe cuánto me alegro. Ahora lo que nos toca es callar, escuchar y esperar.
            Poco después les llegó desde el corazón de las marismas una sorda conmoción que no tardó en convertirse en tumultuosa algarabía.
            —¡Son ellos! ¡Ya vienen! —susurró Palencia.
            Patrick se dio cuenta de que le latía furiosamente el corazón. Araceli le agarró con fuerza el brazo.
            Ya se elevaba sobre los montes lejanos el disco amarillo del sol, y descubrieron, maravillados, que desde su improvisado escondite en la arena se atalayaba una vasta extensión de dunas, marisma y lagunas.
            De repente sonaron muy cerca unos roncos graznidos y vieron ir directamente hacia ellos un pequeño grupo de ánsares que se posaron a unos quince metros de su escondite y, mientras los intrusos retenían la respiración, empezaron enseguida a comer arena. A tan corta distancia se apreciaba su gran tamaño, la belleza de su plumaje marrón y el color rosáceo de sus patas.
            Era la vanguardia de un ejército de gansos, miles y miles de ellos, que fueron llegando a las dunas, graznando ruidosamente, en grupos cada vez más numerosos.
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jueves, 15 de mayo de 2014

Visita e interpretación de las Salinas y marismas de Bonanza




El pasado 7 de abril y dentro de las actividades de la XXVI Semana Cultural del CEPER Mardeleva, nos desplazamos a las salinas y Marismas de Bonanza. Allí tuvimos ocasión de comprobar que las salinas son ingenios humanos para aprovechar la energía del sol y las mareas y obtener sal común, o Cloruro sódico (NaCl). Para ello se valen de una serie de caños, compuertas y estanques de poca profundidad (esteros, lucios o cristalizadores), mediante los que una vez tomada el agua del mar, en este caso las de las mareas que remontan el río en la pleamar, hacerla circular hacia los esteros, cada vez de menos profundidad, favoreciendo la evaporación del agua salada y la concentración de las sales que lleva disuelta. Así hasta cuando la concentración es tan alta que estas sales cristalizan , apareciendo el objetivo buscado: la sal común.




Las marismas transformadas en salinas, con sus caños, sus muros y sus esteros proporcionan aporte de agua continuo, incluso cuando el resto de las marismas se desecan durante el verano, lo que facilita un hábitat idóneo para multitud de especies de aves que han sabido adaptarse a tan peculiares condiciones. Pudimos observar: cigüeñuelas, agujas, archibebes, correlimos, algunas espátulas y el llamativo flamenco, auténtico especialista de las aguas salobres donde capturan las artemias salinas, un pequeño crustaceo, que a su vez se alimentan de unas microalgas que contienen el pigmento rojo, causante en última instancia del rojo flamígero de parte de las plumas de tan elegante y mítica ave.




Durante el recorrido desde las Salinas de San Carlos hasta la ribera del Guadalquivir, con el muelle y el poblado de La Plancha, en la otra orilla y ya dentro del Parque Nacional de Doñana y su bosque de pinos que casi llegan al agua; además de deleitarnos con tan singular paisaje, pudimos reconocer algunas de las plantas características de las marismas: diversas especies de almajos, las más numerosas y de mayor cobertura en las marismas secas, sapinas, sosas, salados, y ya casi en las orillas y marismas inundables por las mareas, la cobertura casi monoespecífica de las spartinas.




Algún Milano negro nos sobrevoló en busca de alguna presa...
Paisaje de horizontalidad extrema, solo roto por las láminas de agua de los caños y los esteros, que con sus reflejos plateados dan algo de color a las grisáceas marismas. Verdes y rojos apagados de los almajos y verdor exuberante de los pinos de Doñana, con un Guadalquivir que discurre perezoso entre meandros de pronunciadas curvas.





Con esas imágenes, que seguro no dejan a nadie indiferente, dimos por terminado el itinerario; y como final merecido, aún tuvimos un rato de convivencia y “tapeo” en los cercanos pinares del Faro de San Jerónimo.

martes, 15 de abril de 2014

Tanger a Marrakech en tren 1

27 de febrero. Tarifa Tanger




A las 17 horas tomamos en Tarifa el Ferry para Tanger, para llegar a la misma hora, teniendo en cuenta las -1 hora de Marruecos, o más exactamente la +1 de la Península. El temor que teníamos de que la fuerza del viento, como otra vez, no permitiera el cruce del Estrecho, no ocurrió en esta ocasión. Vientos de poniente de fuerza 2-3 Bft. hoy permiten la navegación con marejadilla. A la hora más o menos indicada, el ferry desatraca del puerto. En cuanto nos despistamos la cola para sellar los pasaportes ya es enorme, así que nos pasamos casi toda la travesía en ella. Ya en Tanger, nuevo control policial para comprobación de pasaportes y equipajes. Por fin fuera de la aduana nos encaminamos a cambiar € por DHM (Dirham): 10,93 DHM por 1€, obtenemos.
Salimos al caos del tráfico de Tanger, frente a la Estación Marítima y Estación de Autobuses. Primeros tés y algunos bizcochos sentados en una cafetería y el consiguiente acoso de conseguidores y guías. Tomamos un taxi, donde casi no caben las maletas de los cinco que lo ocupamos y nos dirigimos a la Estación de Trenes de Tanger, dependiente de la ONCF, el organismo estatal de los ferrocarriles marroquíes.
Espera en estación de Tanger
Y allí la tediosa espera de más de 2 horas, hasta que a la 21: 35 h tiene anunciada su salida el nocturno Tanger Marrakech. Paradas en Asilah, El Ksar al Kbir, Sidi Kacem, Kenitra, Casablanca,... Moderna estación donde los minutos se hacen horas. Esperemos que en nuestras literas el tiempo se nos pase deprisa y nos despertemos por fin en Marrakech. Por unos 35 € tenemos billetes para literas en vagones cuádruples, realmente barato si tenemos en cuenta  los 650 km que nos separan del destino. Casi con puntualidad inglesa el tren anuncia su partida, nos distribuimos por los vagones que nos corresponden con sus 4 minúsculas literas y espacio reducidísimo entre ellas. Eso sí, nos entregan sábanas y fundas para almohadas limpias.
En las "literas" del tren nocturnoi Tanger-Marrakech
Acomodamos como podemos el equipaje y esperamos que el tren parta para Marrakech, con sus numerosas paradas y enlace en Casablanca para Rabat. Cenamos y hasta bebemos vinos del que traemos, para así, hartos disponernos a dormir , o más bien a descansar, hasta llegar mañana a nuestro destino. Porque aunque intentamos dormir , el continuo traqueteo del tren, su paso por estaciones iluminadas y sus frecuentes paradas, nos lo ponen difícil, pero al menos descansamos sobre las literas, que resultan cómodas.

Bastante antes de la llegada, y teniendo en cuenta la diferencia horaria, ya estamos levantados y contemplando a las luces del amanecer el paisaje semidesértico y de pobreza agrícola de este sur de Marruecos. A la hora prevista , 8 de la mañana, llegamos al destino y nos encontramos con una moderna estación en Marrakech, junto a las grandes Avenidas de Hassan II y Mohamed VI, en el distrito de Gueliz, con el indiscutible gusto francés por los bulevares.


Tanger a Marrakech en tren 2

28 de feb. Marrakech

Nada más salir de la estación, buscamos lugar para desayunar. Junto a la misma estación encontramos una moderna cafetería con terraza a la avenida Hassan II. Desayuno occidental de café y pan tostado, más bien calentado, pero que nos sabe a gloria.
Ahora nos queda encontrar el Hotel Amani, que parecía fácil por su proximidad a la estación y su situación en la Avd. Mohamed VI, pero que al preguntar por él para confirmar, o interesadamente o por no entendernos suficientemente, nos indican una dirección contraria. Debemos rectificar con la ayuda de nuestro plano y cruzando las avenidas con la dificultad de sortear un tráfico que apenas respeta los pasos de peatones
(no se paran hasta que no tienen más remedio o te atropellan). A pocos minutos encontramos el hotel, que realmente está cerca de la estación y frente al Palacio de
La Moderna Marrakech
Congreso. El Amani Hôtel Appart nos parece agradable , con habitaciones bien decoradas y confortables. Mientras terminan de prepararnos las habitaciones nos dan un té de bienvenida en la terraza. Ésta si merece la pena, con vistas panorámicas de la ciudad, sobre todo hacia el sur, la avenida y al fondo un Atlas nevado que hace nuestras delicias.Tomamos este primer té y nos relajamos rodeados de captus y veladores que nos protegen de un sol que ya comienza a calentar. Programamos las visitas del día: Plaza Jemma el Fna, Museo de Marrakech y Madraza.
La silueta de la Koutoubia (S XII) nos aparece por primera vez con su majestuosidad y omnipresencia dentro de la Medina. Nos recreamos en su contemplación y en buscarle semejanza con la de la Giralda de Sevilla, ambas del periodo almohade. Explicamos el significado de las cuatro bolas, o manzanas que coronan su minarete dándole sus 70 m de altura: Representaciones del mundo terrenal, el del cielo y el espiritual, y una pequeña última bola donativo de la sultana , que con sus joyas donadas quiso reparar el haberse saltado un día de ayuno en el Ramadan.
La Kutubia
Entramos en la medina por la puerta de Bab Jdid y de aquí por una calle con modernas tiendas de móviles y agencias de viajes para concertar excursiones por los alrededores, nos encontramos de pronto con el diáfano espacio de la plaza de Jemma el Fna, la plaza de las plazas, con su indescriptible espectáculo de siempre: encantadores de serpientes, músicos, contadores de cuentos, vendedores...Todos a la búsqueda y captura de los euros de los turistas. Espectacular, pero no tanto como en la noche, en donde  retoma toda su magia y exotismo. Así que dejaremos para entonces el maravillarnos aún más con su ambiente, su colorido y sus sonidos. Y nos podemos , por menos que recordar a Juan Goytisolo y la descripción que hace de ella en su novela Makbara: “ todas las guías mienten no hay por donde cogerla
ágora, representación teatral, punto de convergencia: espacio abierto y plural, vasto ejido de ideas
campesinos, pastores, áscaris, comerciantes, charlatanes venidos de las centrales de autocares, estaciones de taxi, paradas de coches de alquiler somnolientos: amalgamados en una masa ociosa, absortos en la contemplación del ajetreo cotidiano,” así es la plaza y más.

Dejamos la plaza para entrar en el zoco y con más o menos acierto pretendemos tomar la Rue Rahba Kédima , que al final nos dejaría en la Plaza Ben Youssef . Eso sí, por un zoco donde la conducción alocada de las motocicletas, a toda velocidad y sin precaución alguna, nos hace estar constantemente en alerta y teniéndonos que apartar para dejarles paso, cuando no son los carros tirados por burros u otros vehículos parecidos. Ello nos impide el paseo relajado para la contemplación y la inmersión en la abigarrada multitud, en los productos de artesanía y otros varios de sus puestos, en sus olores, en sus colores,... Ya en la Plaza buscada, nos enteramos que hoy sólo podemos visitar la Madraza por el exagerado precio de 50 DHM, no están abierto ni el museo ni la Kouba.
En Madraza Ben Youssef
Así y todo, la Medraza o Medersa de Ben Youssef merece la pena. Construida a finales del S XVI, fue la escuela coránica más grande e importante de todo el Marrueco de su época, contrastando la rica decoración de su exterior y el austero aspecto de sus celdas. Sobresalen su prolija decoración de estucos y azulejos de su patio interior, su profusión de pequeñas ventanas hermosamente decoradas, las figuras geométricas y vegetales y las tiras de escritura cúfica. Después del patio interior, con su pila para las ablusiones, su mezquita, con su bien diferenciado muro de la quibla y el mihrab; subimos a su segundo piso para contemplar las antiguas y austeras celdas que ocupaban como alojamiento sus más de 900 estudiantes. Celdas donde apenas caben un camastro y una pequeña mesa para el estudio y la oración. En la plaza nos acercamos también a la Qubba almorávide, lugar de enterramiento de una persona santa y que merece veneración, con su planta cuadrada y cubierta abovedada. La verdad es que no presentaba desde el exterior ningún aspecto a destacar, más allá de su antigüedad y su pertenencia a una de las dinastías “constructora” de Marrakech.

Buscamos el regreso a la Plaza de Jemma el Fna, y el comer en algunos de sus restaurantes en terraza, contemplando la plaza, ahora tranquila y como somnolienta. Cuscús, Brochetas de cordero y té, siempre té.

Vuelta al hotel, para descansar un poco y prepararnos para la noche.

La noche la dejamos para maravillarnos otra vez con la magia de Jemma el Fna, ese viaje en el recuerdo a lo que habíamos imaginado de los cuentos de las mil y una noche, con toda su fantasía y exotismo. Espectáculo total en esa casi oscuridad, solamente solventada por los faroles que aportan sus propios actores, o las guirnaldas de luces de sus tenderetes y o puestos de zumos de naranjas o frutos secos. Multitud diversa de mirones, turistas asombrados, paseantes, comerciantes, vendedores, cuentacuentos inteligibles para nosotros, músicos de timbales y ritmos frenéticos.
la magia de la noche en Jemma el Fna
Gentes, sonidos, luces, olores... Comunidad de personas desde lenguas y culturas tan distintas. De nuevo Makbara y sus magistrales narraciones de lo inenarrable, se nos vienen al recuerdo.
Nos adentramos ahora en el zoco de noche: igualmente borrachera de colores, de artículos y artesanías que se repiten miméticamente hasta la saciedad: babuchas, bolsos de cuero, orfebrería, telas ropas, especies, frutos secos, farmacología bereber,.. Y motos, más motos, que impiden que disfrutemos totalmente de este ambiente de compras y regateos.
Y otra vez la plaza, y a los tenderetes de comidas con sus olores a fritos y asados y en sus bancos y mesas comunales degustar la harira, la sopa por esencia marroquí, las aceitunas, los picantes, los pinchitos , y el pan, el excelente pan marroquí. Y niños que esperan que les des las sobras de lo que dejamos: la miseria junto a la magia.
Comida en los tenderetes de la Plaza


Tanger a Marrakech en tren 3

1 de marzo. La Marrakech monumental

Bab Agnaou (Puerta del Cordero)



Hemos reservado el día de hoy para la visita del resto de los monumentos y los jardines. El taxi que tomamos desde el hotel nos deja ante la puerta de Bab Agnau, la puerta del cordero, la única que en las murallas que circundan la medina se conserva en su estado original. Hermosa puerta, con arco de piedra grisácea, flaqueada por 2 antiguas piezas de artillería. Tras la puerta, pronto encontramos el estrecho corredor que nos lleva a las Tumbas Saadies. En esta nueva visita que realizamos, tras la del 2008, podemos apreciar mejor toda la belleza y majestuosidad de estos enterramientos en los jardines del antiguo palacio del sultán, hoy desaparecido. Recordamos que esta maravilla permaneció escondida hasta 1917, cuando gracias a un vuelo aéreo sobre Marrakech, de la incipiente aviación, creo recordar de Saint-Exupéry, se pudo comprobar que debía de haber algún recinto cerrado en las antiguas ruinas.

Tumbas Saadies



Tumbas con estelas por todo el jardín, según la importancia de sus moradores y orientadas hacia la Meca. Y la sala de las 12 columnas con su lujosa decoración de estucos y arabescos que recuerdan a los de la Alhambra de Granada. Allí se encuentra enterrado el sultán y su familia. Un conjunto de más de 100 tumbas que no podíamos dejar de visitar.

Palacio Badi
Desde allí y guiándonos por el minarete de la Mezquita Mansour, de lo más clásico de este tipo de alminares en el mundo musulmán, seguimos recto por una de las calles del barrio de Mellah, el barrio judío, hasta encontrarnos con las ruinas del gran Palacio Badi, o el Badii. Construido a finales del siglo XVI por el sultán Ahmed al-Mansour para conmemorar la victoria sobre los portugueses en la Batalla de los tres reyes. Grandes jardines, que dan ideas de la gran magnificencia de este Palacio. Ruina de la sala de embajadores, distintas dependencias y sus recientemente restauradas mazmorras. Jardines a un nivel más bajos para que los paseantes puedan percibir mejor las copas de los naranjos y recibir el olor de su azahar, estanques de agua y sobre todo la parte superior de sus murallas desde donde se tienen unas perspectivas de toda la medina, lástima que estropeadas por la gran profusión de antenas parabólicas que se extienden por todos los tejados. Numerosas cigüeñas han hecho de estas ruinas lugares paras su nidificación completando la imagen del lugar. El Gran Atlas nevado, al sur, completa las hermosas vistas desde estas ruinas.

Tras la visita, comemos comida marroquí en una terraza-velador de este barrio del Mellah. La sopa harira y los tallines son los que degustamos hoy, aunque la verdad no llegan a satisfacernos plenamente. Comida para turistas que deja en mal lugar a la excelente gastronomía marroquí.

Jardines Majorelle

La tarde la hemos reservado para visitar los jardines y el palmeral. Primero los Jardines de Majorelle, situados en la zona residencial de Gueliz y diseñados por el propio Jaques Mejorelles, que los adquirió en 1924 para abrirlos al público en 1947. Jardines esplendorosos y bellos donde los haya. Expresión de la personalidad y sensibilidad artística de su diseñador, muestra un conjunto bien armónico de bellos árboles y otras plantas tropicales, con bambús y gran variedad de captus , que combinan con fuentes y estanques y una profusión de elementos constructivos en azul añil que conjugan perfectamente con los juegos de luces y el verdor reinante. Lugar para la relajación y el deleite que se merecerían una visita más pausada que la que hacemos.
 De aquí partimos para los palmerales que rodean Marrakech por su parte noreste con sus más de 100.000 palmeras datileras (Phoenix dactylifera), que comenzaron a plantar ya los almorávides. Queríamos hacer coincidir la visita con la puesta del sol, pero los taxistas que nos llevan alteran los horarios a su antojo y a lo más nos acercan a una zona con dromedarios , para el típico paseo de 15 minutos por 150 DHM, que algunos rechazamos. Lugar seco y polvoriento que no llegó a impresionarnos como creíamos; de todas las maneras, tiene su encanto y no se puede dejar de visitar.
Los taxistas, por su propia iniciativa, nos acercan a una curtiduría en las afueras de la ciudad, con su acumulación de pocetas para los diferentes tratamientos y coloración de las pieles y sus nauseabundos olores, que las hojas de menta que nos proporcionan no pueden ni siquiera remotamente mitigar. A base de excrementos de palomas, disueltos en agua (amoniaco) y colorantes naturales, obtienen pieles de colores y texturas bien distintas. Dicha curtiduría nos dicen que la gestionan en régimen de cooperativa y que allí mismo elaboran y exponen distintos artículos fabricados con las pieles obtenidas, y de las que de seguro los taxistas se llevaran una comisión en caso de ventas.

Breve descanso en el hotel y nueva salida para despedir esta noche desde la plaza una vez más: Jemma el Fna o plaza de los muertos, por ejecutarse allí a los ajusticiados, que es el significado de su nombre. De nuevo su magia, sus sonidos, sus olores … y sobre todo sus gentes. Probamos los tatuajes con hemna por 50 DHM, a la luz de una pequeña lámpara de gas y ante la maestría increible de su ejecutora con una simple jeringa.
Hemna en la Plaza




Nuevo paseo por el zoco nocturno, últimas compras y regateos despiden nuestra estancia en la Plaza de las Plazas.