En la novela de Ian Gibson se hace una excelente descripción de una bajada por el río desde Sevilla, el desembarco en Bonanza, las impresiones del protagonista, el periodista inglés Patrick Boyd, sobre Sanlúcar y sobre todo de un viaje a Doñana para poder observar al amanecer la llegada de los ánsares al cerro del mismo nombre.
Extracto
de la Berlina de Prim, de Ian Gibson, Ed Planeta. 2012
Una
hora después el Guadalquivir, ya casi una inmensa laguna, describió una amplia
curva y apareció delante de ellos, en el horizonte, una colina coronada por un
castillo. Sanlúcar.
—Ya
casi estamos —dijo Celedonio Palencia—. Mire, señor Boyd, el pueblo a nuestra
izquierda. Es Bonanza.
—Su
amigo Peter Falkland y yo atravesamos el río desde allí —le dijo Machado Núñez
a Boyd—. Me imagino que se lo ha contado. Es la mejor ruta para llegar al
palacio de Doñana. Pero la nuestra es distinta y hay que embarcar más abajo.
—Qué
nombre más poético, ¿no? —dijo Palencia—. «Bonanza.» ¡El buen tiempo que
necesitan los marineros! El puerto ha crecido en importancia. Aquel vapor verde
es inglés, es de Liverpool. Conozco al capitán. Viene aquí a cargar manzanilla,
que por lo visto tiene ahora gran predicamento entre los compatriotas de usted,
señor Boyd.
Pero
Patrick tenía los ojos fijos en la otra ribera. Palencia le siguió la mirada.
—Es
un bosque inmenso de pinos piñoneros —dijo—. Mañana lo cruzaremos de sur a
norte. Es otro mundo, ya verá, sin telegramas ni periódicos ni coches ni
tranvías. Por unas horas dejaremos atrás la civilización y el confort y
volveremos a la vida primitiva. En Doñana manda y corta la madre naturaleza, y
a quien no le guste, mejor quedarse en casa. Ya le digo, es otro mundo.
Como
para confirmar sus palabras cruzó entonces el río, en dirección al corazón del
Coto, una inmensa ave rapaz, moviendo despacio las alas.
Patrick
la siguió con su telescopio y anunció:
—Un
águila imperial, la más grande de Europa. ¡Cómo se nota que hemos llegado!
Veinte
minutos después el barco los depositaba en el muelle de Sanlúcar de Barrameda.
Celedonio
Palencia vivía con su mujer Enriqueta en una casona del Barrio Alto sanluqueño,
heredada de sus padres. La rodeaban numerosas bodegas de manzanilla, y el
perfume del vino impregnaba el ambiente.
El
naturalista quería que sus invitados disfrutaran sin perder tiempo la impresionante
vista de Doñana que se obtenía desde el tejado plano del vetusto inmueble.
Era
ciertamente espectacular. Se apreciaba toda la desembocadura del Guadalquivir,
la larguísima playa virgen que, lamida por el Atlántico, se extendía casi hasta
Huelva, las múltiples hileras de dunas motejadas de zonas verdes —corrales,
explicaba Palencia—, el denso y oscuro pinar que cubría toda la parte
meridional del Coto y, más allá, la inmensa expansión de marisma, con sus
lagunas y lucios, que, difuminada entre una tenue bruma, se perdía en la
lejanía.
Patrick
había sacado su telescopio y hacía un somero reconocimiento previo del
territorio.
—Las
puestas de sol en Sanlúcar son fabulosas —dijo Palencia—. Tengo entendido que
fueron una de las razones principales que le indujeron a Montpensier a venir
aquí.
Aquella
tarde, mientras los Machado, Araceli y Patrick daban una distendida vuelta por
la población —parando un buen rato delante del cercano palacio del duque, con
su ostentoso pórtico neomudéjar—, Palencia fue en busca de Pedro González, que
vivía cerca del río, en el barrio de Bajo de Guía.
…………………
Los
excursionistas cenaron alegremente alrededor de la mesa rústica que ocupaba el
centro del amplio comedor de la casona, en realidad casi más biblioteca que comedor,
pues sus paredes estaban cubiertas de estanterías rebosantes de libros, así
como de objetos adquiridos o encontrados por Palencia en sus viajes y
excursiones a lo largo de los años.
En
cuanto a la anfitriona, se reveló tan esmerada cocinera como Cipriana Álvarez
(Patrick nunca había probado las famosas acedías de la localidad). No podía
faltar la excelente manzanilla, tratándose de donde se trataba, y completaba el
ambiente cálido, propicio para las expansiones, una chimenea bien surtida de
leña de olivo.
En
uno de los pocos espacios libres entre las estanterías colgaba un gran plano
del Coto. Terminada la cena, Palencia se dirigió hacia el mismo.
Había
llegado el momento de detallar la ruta del día siguiente.
—Es
una copia del plano hecho por mi buen amigo Wilson —explicó primero—. Es un
fanático de Doñana, como yo. Un inglés muy inglés, muy raro, un gran
naturalista y también un cazador empedernido. Viene aquí cada otoño y alquila
una casa en Jerez. Este año ha traído consigo unas culebrinas mortíferas, que
monta en una lancha, y un rifle con balas express (me dijo que así se llaman),
capaces de abatir un tigre a ciento cincuenta metros. A lo mejor le vemos allí.
¡O le oímos!
El
naturalista explicó luego lo que había decidido con el guarda Juan Fajardo, que
les iba a servir de guía. Cruzarían el río a las diez de la mañana, lo que les
daría tiempo suficiente para alcanzar su destino con luz solar todavía. En la
otra ribera les estaría esperando Fajardo con los caballos y mulos. Sería una dura
caminata de unos catorce kilómetros.
—Enriqueta
nos va a preparar una merienda estupenda —dijo, volviéndose a su esposa.
—Por
supuesto que sí, cariño —replicó ella, sonriendo—. Para que no desfallezcáis en
el camino, que mucho camino va a ser.
—Al
final de la masa forestal hay como dos avanzadillas paralelas de pinar
separadas por un arenal —continuó Palencia, apuntando el lugar con el dedo
índice—. Seguiremos por la de la izquierda, la más cercana a la playa, hasta
arribar a un paraje con una torre vigía muy antigua, que se llama Zalabar, casi
ahogada por la arena, dicen que es de tiempos de los fenicios. Allí cerca están
las chozas de los carboneros y piñoneros donde cenaremos y dormiremos. Bueno,
donde dormiremos hasta las tres de la madrugada, porque hay que estar en el
cerro una hora antes del amanecer y quedan todavía cuatro kilómetros de camino.
—Sí,
claro, hay que estar antes —convino Machado padre—. Los ánsares son criaturas
extremadamente cautelosas. Si sospechan algo no acudirán a arenar en su
querencia preferida, y todo nuestro esfuerzo habrá sido inútil.
—¡Porque
esfuerzo nos va a costar llegar hasta las chozas y luego al cerro! —remachó
Palencia, riéndose—, y el cuerpo lo va a notar, sí señor. ¡Espero que usted no
se haya olvidado de traer su atuendo campero, señora marquesa!
—¡Ya
lo he sacado de la maleta, todo revisado y comprobado, capitán! —contestó
Araceli, sonriendo—. No creo haber olvidado nada. Por lo menos nada esencial.
……………………………………
Salió
del comedor-biblioteca y volvió con una pequeña caja en la mano. Se sentó otra
vez a la mesa y la abrió.
—Es
una placa de bronce con una imagen de Astarté —dijo, sacándola—. La diosa
fenicia de la fecundidad y del amor.
—Y
de la navegación —matizó Machado Núñez, mirándola con gran interés—. Astarté
tenía un templo importante en Cádiz.
—Es
cierto —ratificó Palencia—. Como el buen gaditano que eres, ¿cómo no lo ibas a
saber? —Le pasó la pieza y siguió—: La encontró un carbonero cerca de Hinojos
hace unos meses. Por suerte me enteré y se la pude comprar.
—¿Hinojos?
—preguntó Boyd.
—Es
un pueblo situado en la linde de la marisma por la parte de Villamanrique de la
Condesa —explicó Araceli—. No lejos de nuestra finca.
—A
la diosa la acompañan dos aves, una a cada lado —dijo Palencia—. A ver si usted
nos da su opinión de ornitólogo al respecto, señor Boyd.
Patrick,
cogiendo la placa con ambas manos, la contempló embelesado.
—No
hay la menor duda —sentenció—. La de la derecha es un pato real. Y la de la
izquierda un ánsar.
—¡Bravo!
¡De acuerdo! —exclamó Palencia—. A mi juicio demuestra que los ánsares de
Islandia llevan invernando en el Coto desde hace miles de años.
—¡Qué
pelo más hermoso lleva! —exclamó Araceli, cogiendo la pieza y acariciando la
cabeza de la diosa.
—Sí,
y un collar precioso —dijo Palencia—. Son flores de loto, las flores sagradas
de Egipto y de la India.
—¿Y
cuántos años puede tener? —preguntó Machado Álvarez, intrigado.
—Bueno,
no sé, tal vez dos mil quinientos, ¡debe de ser de la época de Argantonio, el
último rey de los tartesios!
—Se
dice, y yo lo creo —interpuso Machado Núñez— que la Virgen del Rocío es Astarté
con un ligero disfraz.
—Yo
también lo creo así —respondió Palencia—. Hay imágenes de Astarté con una
tórtola blanca entre las manos. ¡Te das cuenta, Antonio! ¡La Blanca Paloma, la
Virgen del Rocío! Yo estoy convencido. Astarté, bajo la advocación de la Virgen
de la Blanca Paloma, es la diosa tutelar de Doñana... ¡y de los ánsares que
vienen a visitarnos cada otoño e invierno desde Escandinavia!
…………………..
—¡Nos
quiere llevar consigo a la mar! —exclamó Araceli, realmente alarmada.
Así
parecía. Se había puesto a soplar el levante y el Guadalquivir, espoleado por
la marea baja e impaciente por fundirse en un impetuoso abrazo con el océano,
les empujaba con bravura. Los cuatro remeros, sorprendidos por la fuerza del
oleaje tan de repente crecido, necesitaban de su larga experiencia para
mantener el rumbo del falucho, que, rebasada la mitad de la corriente, ya se
iba aproximando al embarcadero.
Llegados
a su destino, donde les esperaban con los animales Juan Fajardo y otro guarda,
el alivio fue general.
La
palidez de Machado Álvarez corría pareja con la de Araceli. De hecho, sólo
Celedonio Palencia y Patrick Boyd habían disfrutado la travesía. El primero
porque la tripulación le ofrecía todas las garantías, y Boyd por tener la
mirada tan clavada en el otro lado del río que apenas se había enterado de que
podía haber un problema.
—¡Creí
que nos íbamos a pique! —prorrumpió Machado padre, ya en tierra—. ¡Vaya manera
de empezar nuestra aventura! Me pregunto si a Goya y a la duquesa de Alba les
pasó algo parecido.
—¿Cómo?
—dijo Patrick.
—¿Ah,
no lo sabía? Sí, hombre. El Coto pertenecía entonces al marido de la duquesa,
no recuerdo cómo se llamaba, y ella lo heredó a su muerte. Goya, que ya era su
amante, la visitó en Sanlúcar. Y cruzaron el río.
—En
el verano de 1796 —dijo Palencia.
—¿En
1796 fue? Bueno, te creo. Vivieron su idilio en el palacio de Doñana, donde
mañana pasaremos la noche. Se dice que allí pintó sus dos majas.
Patrick
miró a Araceli, que ya se reponía del susto. Escuchaba atenta y se dibujaba en
sus labios una leve sonrisa.
Cargadas
maletas y provisiones en los amplios cerrones de los mulos, y montados los
excursionistas a caballo, penetraron, guiados por Fajardo, en la densa selva de
pinos piñoneros que había observado Patrick desde el vapor.
«Palencia
tenía razón —pensaba—. Desembarcar aquí es dejar atrás el mundo conocido y
entrar en otro absolutamente virgen, primitivo.»
Iban
en fila india por una vereda arenosa que dificultaba el tránsito de las bestias
y hacía imposible que caminasen al trote. Detrás de Fajardo y el otro guarda,
con los mulos, cabalgaba Celedonio Palencia, a quien de vez en cuando dirigía
el primero alguna observación. Le seguía Machado padre. Luego venían Araceli
—montada a la inglesa sobre una hermosa bestia ojizarca—, Boyd y, ocupando el
último puesto de la caravana, Machado hijo.
Araceli
había cambiado el traje del día anterior por un atuendo ecuestre con toque
jerezano y llevaba alrededor del cuello un pañuelo de seda roja anudado a lo
bandolero. Boyd nunca había visto a una amazona tan atrayente. ¡Y pensar que le
acompañaba en ésta su visita iniciática a Doñana! Apenas cabía mayor felicidad.
Le
sorprendía sobremanera la densidad y el verdor del sotobosque, una maraña de
lentiscos, jaras, brezos, retama y cantueso todavía mayormente en flor y que,
al roce de los animales, desprendían un intenso aroma acre que le recordaba el
que envolvía a Araceli la noche de Franconetti.
Entre
el matorral revoloteaban, moteados por los rayos de sol filtrados por las ramas
de los pinos, mariposas variopintas, abejas y otros insectos.
A
Patrick le parecía mentira que fuera noviembre.
Juan
Fajardo desmontaba a intervalos y se ponía de rodillas para examinar una traza
detectada en la arena por su experimentada mirada. «Por aquí acaba de cruzar un
lince cazando», sentenció en una de tales paradas. Paradas que agradecían todos
porque les permitían estirar un poco los miembros y beber agua del botijo que
llevaba el guarda en una de sus alforjas.
—Qué
pena que no lo viéramos —comentó Machado Núñez—, el animal más hermoso y menos
conocido de España. ¡Y yo, queridos amigos, tengo el orgullo de haber sido el
primer científico en señalar públicamente su presencia en Doñana!
En
un claro del bosque despacharon con ganas, a mediodía, la merienda que les
había preparado su anfitriona en Sanlúcar.
Tuvieron
que caminar tres horas más hasta alcanzar el otro lado de los pinares. Llegados
hasta allí constataron que se extendía delante de ellos un desierto donde no
crecía nada, a no ser que fueran unos espartos, del cual sobresalían los
esqueletos de árboles ahogados por la arena.
Patrick
se quedó impresionado ante aquella transición tan brutal de espeso bosque a
despiadado yermo sahariano.
Juan
Fajardo les había explicado que una de las singularidades del Coto era la
rapidez con que se hacía de noche, con apenas unos minutos de crepúsculo que,
según les aseguró ahora, mientras contemplaban la desolación que se acababa de
abrir ante sus ojos, sobrevendría en treinta o cuarenta minutos. Mejor cruzarla
sin más demora, recomendó, para llegar todavía con luz a su meta.
Así
lo hicieron.
El
poblado, de seis o siete chozas cónicas de enea, rodeado de una improvisada
empalizada de tablas, estaba ubicado en medio de un espacio de pinos y breña
cuyo flanco oeste no era ni más ni menos que la abrupta pendiente de una enorme
duna de cinco o seis metros de altura. Como imagen de destrucción inexorable
Patrick no había visto nunca nada comparable. Daba igual que el proceso de
estrangulación de todo el corral pudiera durar un año o dos o cinco, su
sentencia de muerte estaba escrita y la primera víctima iba a ser un majestuoso
pino alrededor de cuyo recio tronco ya iba subiendo el nivel de la arena.
Los
habitantes del poblado —unos diez carboneros y piñoneros y, en algún caso, su
familia—, llevaban semanas esperando con ilusión a los excursionistas, sobre
todo por la noticia de que entre ellos venían unos marqueses acompañados de un
inglés.
Uno
de los carboneros tenía fama en el Coto por su destreza con el pito y el tambor
y, avisado por Juan Fajardo, había preparado para los visitantes, con sus dos
hijas, un pequeño recibimiento con música y danza. Mientras el padre agarraba
el instrumento de madera con la mano izquierda y le daba al tambor con la
derecha, las muchachas, esgrimiendo con garbo las castañuelas, bailaron unos
fandangos.
—No
lo saben —le susurró Araceli a Patrick—, pero son sacerdotisas de Astarté,
patrona de las marismas.
Patrick
asintió, sonriendo, y dijo:
—Sí,
a lo mejor tienes razón.
Aunque
había caído la noche con la precipitación anunciada por Fajardo, los últimos
rescoldos solares todavía encendían de rojo y morado el cielo bajo del
poniente.
Terminado
el concierto, el guarda los llevó a las chozas que se habían preparado para su
descanso: una para Machado padre y Palencia, otra para Patrick y Machado
Álvarez y la tercera para Araceli.
En
el centro de cada una ya ardía, en una tina metálica redonda que hacía las
veces de chimenea, un fuego de leña cuyo humo se escapaba en espirales por el
agujero practicado en el techo del primitivo habitáculo de enea. Sobre una mesa
crepitaba un candil. Un par de sillas, un cántaro de agua y un sencillo armario
casi completaban el humilde mobiliario.
—¡Ahora
sí hemos dejado atrás el mundo actual! —le dijo Patrick a Machado hijo mientras
desplegaban sobre sendos catres, provistos de mantas de lana, su ropa para la
mañana siguiente y algún artículo de aseo—. ¡Es la primera vez que paso la
noche en un poblado de la Edad de Piedra!
En
otro corral cercano un ciervo bramaba su despedida al día. Entre los pinos que rodeaban
el lugar ensayaba una lechuza sus primeras estridencias nocturnas.
La
cena, compartida por todos alrededor de una hoguera de ramas secas de enebro y
otras plantas aromáticas, no pudo ser más bulliciosa. La mujer del pitero había
dispuesto para la ocasión una gran olla de conejo, y Palencia sacó de sus
alforjas varias botas de vino tinto. Hubo risas y anécdotas marismeñas y hasta
accedió a cantar una de las hijas del músico.
Machado
padre y Celedonio Palencia se retiraron luego, así como los ribereños. Patrick
les rogó a Antonio y Araceli que se quedasen con él un poco más al lado del
fuego, que ya se iba apagando. Les quería comunicar su inquietud en relación
con Pedro González y los papeles de Solís. ¿No debería volver a Sanlúcar con
Palencia después de ver los ánsares? ¿No sería una insensatez no aprovechar
inmediatamente aquella pista, teniéndola tan cerca? ¿No decía el refrán español
que pájaro en mano vale cien volando?
…………………………………………………………..
Despertados por Juan Fajardo,
fuertemente abrigados contra el frío y fortalecidos por varias tazas de café
muy caliente preparado por la mujer del pitero, iniciaron a las tres y media de
la madrugada la última etapa de su laboriosa caminata hacia el Cerro de los
Ánsares.
Iban
delante, lado a lado, seguidos por Fajardo, dos de los carboneros de la noche
anterior, montados en mulos y provistos de sendas lámparas de queroseno que,
colgadas de un palo sujetado con correas al flanco de cada animal, alumbraban
la vereda con suficiente claridad para poder evitar tropiezos con obstáculos
imprevistos.
Cruzaron
por cuatro o cinco largos corrales separados por trechos de arenal y, hora y
media después, alcanzaron el borde del último espacio verde. El guarda les
explicó que delante de ellos se extendía, en la oscuridad, un páramo de
inmensas dunas de arena.
El
silencio era absoluto, menos el cercano tronar del mar. Escuchándolo, a Patrick
le vino a la memoria una vieja balada irlandesa aprendida con los jesuitas de
Galway. Evocaba con nostalgia, desde el exilio, el resonar de las olas
atlánticas sobre una playa presidida por la luna y las estrellas.
Fajardo
les dijo que les tocaría pronto ir subiendo entre las dunas y que dentro de
poco llegarían a un declive con los restos de una atalaya. Allí se quedarían
los carboneros, al cuidado de los animales y para preparar el desayuno —que
prometía de mucho postín—, mientras ellos cubrían a pie el último tramo.
Alcanzado
aquel paraje empezaron la subida al Cerro de los Ánsares. Fajardo llevaba una
de las lámparas de queroseno. Agradecían sus abrigos y bufandas y las botas
forradas de lana, recomendadas semanas atrás por Palencia y sin las cuales ya
habrían tenido los pies ateridos.
El
Cerro de los Ánsares era en realidad un conjunto de dunas que, ocupando varios
kilómetros cuadrados, bajaban en pendiente suave hacia las marismas. El
cobertizo, abierto el día anterior por los hombres de Fajardo en la cresta de
una de ellas, y disfrazado por matas de arbustos secos, iba a permitir que,
totalmente ocultos, pudiesen apreciar por una amplia rendija, con la nueva luz
del día, la vasta extensión arenosa que se abría ante ellos.
Serían
las seis de la mañana cuando llegaron hasta allí. Las estrellas ya iban
perdiendo su brillantez y se presentía el amanecer. Fajardo apagó la lámpara y
todos se metieron dentro del hueco.
Araceli
se colocó al lado de Patrick y, aprovechando la oscuridad, le cogió enseguida
la mano.
—¡Ya
estamos! ¡Lo hemos conseguido! —dijo Machado Núñez, rebosando satisfacción—.
¡Gracias, Juan! ¡Y qué suerte hemos tenido con el tiempo! Con tal de que no se
levante el foreño y nos huelan los muy pícaros.
—Es
el viento que viene del mar —explicó Palencia a Boyd—. Los ánsares tienen el
olfato muy fino, como seguramente sabes, y si soplara el foreño podrían olernos
y alejarse.
Fajardo
había traído consigo una petaca de plata, regalada por un naturalista alemán en
señal de agradecimiento por las atenciones del guarda durante una visita a
Doñana unos años atrás. Anticipando el frío, la había llenado de aguardiente.
—Un
pequeño trago nos vendrá muy bien —dijo, pasándola primero a Araceli.
Al
sorber el fogoso licor, Boyd recordó el que le había hecho probar Paul Angulo
un mes antes en Hendaya. Desde entonces, ¡cuántas cosas le habían ocurrido!
Por
la rendija del escondite todos miraban hacia el este, donde, teñido de un débil
rubor, ya clareaba el cielo.
—Dentro
de nada se va a realizar su sueño, Patrick —le dijo Machado padre—. No sabe
cuánto me alegro. Ahora lo que nos toca es callar, escuchar y esperar.
Poco
después les llegó desde el corazón de las marismas una sorda conmoción que no
tardó en convertirse en tumultuosa algarabía.
—¡Son
ellos! ¡Ya vienen! —susurró Palencia.
Patrick
se dio cuenta de que le latía furiosamente el corazón. Araceli le agarró con
fuerza el brazo.
Ya
se elevaba sobre los montes lejanos el disco amarillo del sol, y descubrieron,
maravillados, que desde su improvisado escondite en la arena se atalayaba una
vasta extensión de dunas, marisma y lagunas.
De
repente sonaron muy cerca unos roncos graznidos y vieron ir directamente hacia
ellos un pequeño grupo de ánsares que se posaron a unos quince metros de su
escondite y, mientras los intrusos retenían la respiración, empezaron enseguida
a comer arena. A tan corta distancia se apreciaba su gran tamaño, la belleza de
su plumaje marrón y el color rosáceo de sus patas.
Era
la vanguardia de un ejército de gansos, miles y miles de ellos, que fueron
llegando a las dunas, graznando ruidosamente, en grupos cada vez más numerosos.
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