Debió
ser durante 2º ó 3º del antiguo Bachillerato Elemental, allá por los finales de
los años 60, con 13 ó 14 años. Cursaba un bachillerato que hasta esa fecha
había sido técnico-laboral, y que la nueva Ley de 1967, había cambiado en
simplemente Elemental. Es por lo que el Instituto, entonces Juan Sebastián
Elcano, luego rebautizado como Francisco Pacheco, aún disponía de medios (talleres de mecánica,
carpintería, electricidad...) y hasta de una embarcación y asignaturas
complementarias de marítima-pesquera. Fue dentro de esa asignatura como se
organizó, utilizando la vieja motora del Instituto la travesía de la
desembocadura y el desembarco en Doñana, utilizando el antiguo puente de la
Plancha.
Ni
que decir cabe, que todo se nos aparecía como una gran expedición y una inédita
aventura, a un Doñana más conocido todavía aquí como “la otra banda”.
Dispuesto
a ello, se nos citó en el puerto de Bonanza, a las primeras horas de la tarde
de una iniciada, recuerdo, primavera. Embarque lleno de gozo y emoción que ya
nos había provocado nervios y sueños en las noches anteriores. El patrón, un
tal Alfaro, que formaba parte de la plantilla de profesores del instituto dio
la orden de partir y navegando sobre las aguas del estuario, nos separamos del
muelle de Bonanza y avanzamos río arriba
por un plácido Guadalquivir. Aunque teniendo que vencer la fuerte marea
de la bajamar. La navegación por ese río se nos antojaba como si fuera por el
propio Nilo o el Amazonas, de nuestra imaginación juvenil y de las novelas y
relatos de aventuras que entonces devorábamos.
La
“otra banda” se nos iba acercando en todo su esplendor: primero los pinos del
Pinar de la Marismilla o del Faro, los fangos intermareales de las orillas del
río con su vegetación característica de salados y almajos, más allá de donde
llegaban las aguas, bordes de arenas con pinos que lamía el propio río,
pequeñas playuelas de arenas... Alboroto a bordo al aparecer en una pequeña
pradera algunos gamos pastando. Claro, para casi todos, era la primera vez que
veíamos en vivo a tal ungulado.
Según
nos acercábamos al Muelle de La Plancha, por la borda de estribor se nos iba
apareciendo el blanco de las montones de sal de las Salinas de Bonanza y sus
marismas, y por popa íbamos dejando la silueta de Sanlúcar, de la que aun
recordamos que sobresalían las grandes araucarias, el cordón verde de su
cornisa y los monumentos más característicos: Castillo de Santiago, torres de
iglesias o palacios…Todavía Sanlúcar no había sufrido la transformación de años
posteriores, con altos edificios en su barrio bajo que irían desdibujando ese
horizonte singular.
Algunas
gaviotas y garzas reales se levantaron de las orillas y nos sobrevolaron al
igual que los omnipresentes Milanos negros...
Por
fin atracamos en el precario desembarcadero de la Plancha. Lo primero que
encontramos fue un puñado de chozas de barrón, formando un pequeño poblado.
Tras su breve visita, lo que ansiábamos era explorar sus alrededores, bajo
Pinos piñoneros y grandes lentiscos. Teníamos unas horas de tiempo libre,
siempre con la advertencia de no alejarnos mucho y perdernos.
Mientras
que la mayoría habían encontrado una pradera donde jugar al fútbol, unos
cuántos que compartíamos más un espíritu
aventurero y explorador, nos apartamos e internamos por donde después supe que
llamaban “Llanos de Velásquez, a la búsqueda del avistamiento de alguna manada
de ciervos o gamos. Lentiscos con porte arbóreo sobre una verde pradera de
hierba era lo que encontrábamos junto a bandadas de urracas y algún de
rabilargo. También desató aun más nuestra imaginación el grito de algunos
cuervos en la lejanía…
Tuvimos
suerte y avistamos una pequeña manada de ciervos, algunos machos con sus
cuernas insinuándose y varias hembras, en la orilla más alejada de una pequeña
laguna temporal. Qué sensación poder contemplar animales salvajes que hasta entonces solamente habíamos visto
en cromos o en los programas de Feliz Rodríguez de la Fuente, que por entonces
ya comenzaba a aparecer por TVE. Belleza de laguna cubierta de flores
amarillas, que luego deducimos que serían ranúnculos. Pero sobre todo que
sensaciones: silencio, murmullo del viento entre las copas de los pinos,
olores, colores, y ese respirar libertad y aventura que pocas veces más hemos
sentido como entonces. Sí, estábamos haciendo realidad nuestros sueños de
explorador, aventurero o naturalista, que solo habíamos soñado leyendo novelas
o viendo los programas en blanco y negro de la incipiente televisión. Imágenes
y recuerdos imborrables que alimentó nuestras fantasías durante años.
Ensimismados en esa naturaleza, para nosotros virgen y por descubrir, unos
gritos a lo lejos nos hacían salir de ello y avisaban de que teníamos que
volver a embarcar.
Con
proa a Sanlúcar, la motora nos enfrentaba a un ocaso próximo a suceder y a unas
aguas que iban tornándose doradas. Ya con el sol apenas levantado en el
horizonte llegamos al puerto de Bonanza.
La
excursión había terminado, su influencia y su recuerdo, seguro que no.