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sábado, 23 de mayo de 2015

Primer encuentro con Doñana de un naturalista aficionado







Debió ser durante 2º ó 3º del antiguo Bachillerato Elemental, allá por los finales de los años 60, con 13 ó 14 años. Cursaba un bachillerato que hasta esa fecha había sido técnico-laboral, y que la nueva Ley de 1967, había cambiado en simplemente Elemental. Es por lo que el Instituto, entonces Juan Sebastián Elcano, luego rebautizado como Francisco Pacheco,  aún disponía de medios (talleres de mecánica, carpintería, electricidad...) y hasta de una embarcación y asignaturas complementarias de marítima-pesquera. Fue dentro de esa asignatura como se organizó, utilizando la vieja motora del Instituto la travesía de la desembocadura y el desembarco en Doñana, utilizando el antiguo puente de la Plancha.
Ni que decir cabe, que todo se nos aparecía como una gran expedición y una inédita aventura, a un Doñana más conocido todavía aquí como “la otra banda”.
Dispuesto a ello, se nos citó en el puerto de Bonanza, a las primeras horas de la tarde de una iniciada, recuerdo, primavera. Embarque lleno de gozo y emoción que ya nos había provocado nervios y sueños en las noches anteriores. El patrón, un tal Alfaro, que formaba parte de la plantilla de profesores del instituto dio la orden de partir y navegando sobre las aguas del estuario, nos separamos del muelle de Bonanza y avanzamos río arriba  por un plácido Guadalquivir. Aunque teniendo que vencer la fuerte marea de la bajamar. La navegación por ese río se nos antojaba como si fuera por el propio Nilo o el Amazonas, de nuestra imaginación juvenil y de las novelas y relatos de aventuras que entonces devorábamos.
La “otra banda” se nos iba acercando en todo su esplendor: primero los pinos del Pinar de la Marismilla o del Faro, los fangos intermareales de las orillas del río con su vegetación característica de salados y almajos, más allá de donde llegaban las aguas, bordes de arenas con pinos que lamía el propio río, pequeñas playuelas de arenas... Alboroto a bordo al aparecer en una pequeña pradera algunos gamos pastando. Claro, para casi todos, era la primera vez que veíamos en vivo a tal ungulado.
Según nos acercábamos al Muelle de La Plancha, por la borda de estribor se nos iba apareciendo el blanco de las montones de sal de las Salinas de Bonanza y sus marismas, y por popa íbamos dejando la silueta de Sanlúcar, de la que aun recordamos que sobresalían las grandes araucarias, el cordón verde de su cornisa y los monumentos más característicos: Castillo de Santiago, torres de iglesias o palacios…Todavía Sanlúcar no había sufrido la transformación de años posteriores, con altos edificios en su barrio bajo que irían desdibujando ese horizonte singular.
Algunas gaviotas y garzas reales se levantaron de las orillas y nos sobrevolaron al igual que los omnipresentes Milanos negros...
Por fin atracamos en el precario desembarcadero de la Plancha. Lo primero que encontramos fue un puñado de chozas de barrón, formando un pequeño poblado. Tras su breve visita, lo que ansiábamos era explorar sus alrededores, bajo Pinos piñoneros y grandes lentiscos. Teníamos unas horas de tiempo libre, siempre con la advertencia de no alejarnos mucho y perdernos.
Mientras que la mayoría habían encontrado una pradera donde jugar al fútbol, unos cuántos que compartíamos más un  espíritu aventurero y explorador, nos apartamos e internamos por donde después supe que llamaban “Llanos de Velásquez, a la búsqueda del avistamiento de alguna manada de ciervos o gamos. Lentiscos con porte arbóreo sobre una verde pradera de hierba era lo que encontrábamos junto a bandadas de urracas y algún de rabilargo. También desató aun más nuestra imaginación el grito de algunos cuervos en la lejanía…

Tuvimos suerte y avistamos una pequeña manada de ciervos, algunos machos con sus cuernas insinuándose y varias hembras, en la orilla más alejada de una pequeña laguna temporal. Qué sensación poder contemplar animales salvajes  que hasta entonces solamente habíamos visto en cromos o en los programas de Feliz Rodríguez de la Fuente, que por entonces ya comenzaba a aparecer por TVE. Belleza de laguna cubierta de flores amarillas, que luego deducimos que serían ranúnculos. Pero sobre todo que sensaciones: silencio, murmullo del viento entre las copas de los pinos, olores, colores, y ese respirar libertad y aventura que pocas veces más hemos sentido como entonces. Sí, estábamos haciendo realidad nuestros sueños de explorador, aventurero o naturalista, que solo habíamos soñado leyendo novelas o viendo los programas en blanco y negro de la incipiente televisión. Imágenes y recuerdos imborrables que alimentó nuestras fantasías durante años. Ensimismados en esa naturaleza, para nosotros virgen y por descubrir, unos gritos a lo lejos nos hacían salir de ello y avisaban de que teníamos que volver a embarcar.
Con proa a Sanlúcar, la motora nos enfrentaba a un ocaso próximo a suceder y a unas aguas que iban tornándose doradas. Ya con el sol apenas levantado en el horizonte llegamos al puerto de Bonanza.
La excursión había terminado, su influencia y su recuerdo, seguro que no.