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viernes, 6 de junio de 2014

Sanlucar y Doñana en la novela La Berlina de Prim, de Ian Gibson




En la novela de Ian Gibson se hace una excelente descripción de una bajada por el río desde Sevilla, el desembarco en Bonanza, las impresiones del protagonista, el periodista inglés Patrick Boyd, sobre Sanlúcar y sobre todo de un viaje a Doñana para poder observar al amanecer la llegada de los ánsares al cerro del mismo nombre.


Extracto de la Berlina de Prim, de Ian Gibson, Ed Planeta. 2012


Una hora después el Guadalquivir, ya casi una inmensa laguna, describió una amplia curva y apareció delante de ellos, en el horizonte, una colina coronada por un castillo. Sanlúcar.
            —Ya casi estamos —dijo Celedonio Palencia—. Mire, señor Boyd, el pueblo a nuestra izquierda. Es Bonanza.
            —Su amigo Peter Falkland y yo atravesamos el río desde allí —le dijo Machado Núñez a Boyd—. Me imagino que se lo ha contado. Es la mejor ruta para llegar al palacio de Doñana. Pero la nuestra es distinta y hay que embarcar más abajo.
            —Qué nombre más poético, ¿no? —dijo Palencia—. «Bonanza.» ¡El buen tiempo que necesitan los marineros! El puerto ha crecido en importancia. Aquel vapor verde es inglés, es de Liverpool. Conozco al capitán. Viene aquí a cargar manzanilla, que por lo visto tiene ahora gran predicamento entre los compatriotas de usted, señor Boyd.
            Pero Patrick tenía los ojos fijos en la otra ribera. Palencia le siguió la mirada.
            —Es un bosque inmenso de pinos piñoneros —dijo—. Mañana lo cruzaremos de sur a norte. Es otro mundo, ya verá, sin telegramas ni periódicos ni coches ni tranvías. Por unas horas dejaremos atrás la civilización y el confort y volveremos a la vida primitiva. En Doñana manda y corta la madre naturaleza, y a quien no le guste, mejor quedarse en casa. Ya le digo, es otro mundo.
            Como para confirmar sus palabras cruzó entonces el río, en dirección al corazón del Coto, una inmensa ave rapaz, moviendo despacio las alas.
            Patrick la siguió con su telescopio y anunció:
            —Un águila imperial, la más grande de Europa. ¡Cómo se nota que hemos llegado!
            Veinte minutos después el barco los depositaba en el muelle de Sanlúcar de Barrameda.          

            Celedonio Palencia vivía con su mujer Enriqueta en una casona del Barrio Alto sanluqueño, heredada de sus padres. La rodeaban numerosas bodegas de manzanilla, y el perfume del vino impregnaba el ambiente.
            El naturalista quería que sus invitados disfrutaran sin perder tiempo la impresionante vista de Doñana que se obtenía desde el tejado plano del vetusto inmueble.
            Era ciertamente espectacular. Se apreciaba toda la desembocadura del Guadalquivir, la larguísima playa virgen que, lamida por el Atlántico, se extendía casi hasta Huelva, las múltiples hileras de dunas motejadas de zonas verdes —corrales, explicaba Palencia—, el denso y oscuro pinar que cubría toda la parte meridional del Coto y, más allá, la inmensa expansión de marisma, con sus lagunas y lucios, que, difuminada entre una tenue bruma, se perdía en la lejanía.
            Patrick había sacado su telescopio y hacía un somero reconocimiento previo del territorio.
            —Las puestas de sol en Sanlúcar son fabulosas —dijo Palencia—. Tengo entendido que fueron una de las razones principales que le indujeron a Montpensier a venir aquí.

            Aquella tarde, mientras los Machado, Araceli y Patrick daban una distendida vuelta por la población —parando un buen rato delante del cercano palacio del duque, con su ostentoso pórtico neomudéjar—, Palencia fue en busca de Pedro González, que vivía cerca del río, en el barrio de Bajo de Guía.
…………………
Los excursionistas cenaron alegremente alrededor de la mesa rústica que ocupaba el centro del amplio comedor de la casona, en realidad casi más biblioteca que comedor, pues sus paredes estaban cubiertas de estanterías rebosantes de libros, así como de objetos adquiridos o encontrados por Palencia en sus viajes y excursiones a lo largo de los años.
            En cuanto a la anfitriona, se reveló tan esmerada cocinera como Cipriana Álvarez (Patrick nunca había probado las famosas acedías de la localidad). No podía faltar la excelente manzanilla, tratándose de donde se trataba, y completaba el ambiente cálido, propicio para las expansiones, una chimenea bien surtida de leña de olivo.
            En uno de los pocos espacios libres entre las estanterías colgaba un gran plano del Coto. Terminada la cena, Palencia se dirigió hacia el mismo.
            Había llegado el momento de detallar la ruta del día siguiente.
            —Es una copia del plano hecho por mi buen amigo Wilson —explicó primero—. Es un fanático de Doñana, como yo. Un inglés muy inglés, muy raro, un gran naturalista y también un cazador empedernido. Viene aquí cada otoño y alquila una casa en Jerez. Este año ha traído consigo unas culebrinas mortíferas, que monta en una lancha, y un rifle con balas express (me dijo que así se llaman), capaces de abatir un tigre a ciento cincuenta metros. A lo mejor le vemos allí. ¡O le oímos!
            El naturalista explicó luego lo que había decidido con el guarda Juan Fajardo, que les iba a servir de guía. Cruzarían el río a las diez de la mañana, lo que les daría tiempo suficiente para alcanzar su destino con luz solar todavía. En la otra ribera les estaría esperando Fajardo con los caballos y mulos. Sería una dura caminata de unos catorce kilómetros.
            —Enriqueta nos va a preparar una merienda estupenda —dijo, volviéndose a su esposa.
            —Por supuesto que sí, cariño —replicó ella, sonriendo—. Para que no desfallezcáis en el camino, que mucho camino va a ser.
            —Al final de la masa forestal hay como dos avanzadillas paralelas de pinar separadas por un arenal —continuó Palencia, apuntando el lugar con el dedo índice—. Seguiremos por la de la izquierda, la más cercana a la playa, hasta arribar a un paraje con una torre vigía muy antigua, que se llama Zalabar, casi ahogada por la arena, dicen que es de tiempos de los fenicios. Allí cerca están las chozas de los carboneros y piñoneros donde cenaremos y dormiremos. Bueno, donde dormiremos hasta las tres de la madrugada, porque hay que estar en el cerro una hora antes del amanecer y quedan todavía cuatro kilómetros de camino.
            —Sí, claro, hay que estar antes —convino Machado padre—. Los ánsares son criaturas extremadamente cautelosas. Si sospechan algo no acudirán a arenar en su querencia preferida, y todo nuestro esfuerzo habrá sido inútil.
            —¡Porque esfuerzo nos va a costar llegar hasta las chozas y luego al cerro! —remachó Palencia, riéndose—, y el cuerpo lo va a notar, sí señor. ¡Espero que usted no se haya olvidado de traer su atuendo campero, señora marquesa!
            —¡Ya lo he sacado de la maleta, todo revisado y comprobado, capitán! —contestó Araceli, sonriendo—. No creo haber olvidado nada. Por lo menos nada esencial.
            ……………………………………

            Salió del comedor-biblioteca y volvió con una pequeña caja en la mano. Se sentó otra vez a la mesa y la abrió.
            —Es una placa de bronce con una imagen de Astarté —dijo, sacándola—. La diosa fenicia de la fecundidad y del amor.
            —Y de la navegación —matizó Machado Núñez, mirándola con gran interés—. Astarté tenía un templo importante en Cádiz.
            —Es cierto —ratificó Palencia—. Como el buen gaditano que eres, ¿cómo no lo ibas a saber? —Le pasó la pieza y siguió—: La encontró un carbonero cerca de Hinojos hace unos meses. Por suerte me enteré y se la pude comprar.
            —¿Hinojos? —preguntó Boyd.
            —Es un pueblo situado en la linde de la marisma por la parte de Villamanrique de la Condesa —explicó Araceli—. No lejos de nuestra finca.
            —A la diosa la acompañan dos aves, una a cada lado —dijo Palencia—. A ver si usted nos da su opinión de ornitólogo al respecto, señor Boyd.
            Patrick, cogiendo la placa con ambas manos, la contempló embelesado.
            —No hay la menor duda —sentenció—. La de la derecha es un pato real. Y la de la izquierda un ánsar.
            —¡Bravo! ¡De acuerdo! —exclamó Palencia—. A mi juicio demuestra que los ánsares de Islandia llevan invernando en el Coto desde hace miles de años.
            —¡Qué pelo más hermoso lleva! —exclamó Araceli, cogiendo la pieza y acariciando la cabeza de la diosa.
            —Sí, y un collar precioso —dijo Palencia—. Son flores de loto, las flores sagradas de Egipto y de la India.
            —¿Y cuántos años puede tener? —preguntó Machado Álvarez, intrigado.
            —Bueno, no sé, tal vez dos mil quinientos, ¡debe de ser de la época de Argantonio, el último rey de los tartesios!
            —Se dice, y yo lo creo —interpuso Machado Núñez— que la Virgen del Rocío es Astarté con un ligero disfraz.
            —Yo también lo creo así —respondió Palencia—. Hay imágenes de Astarté con una tórtola blanca entre las manos. ¡Te das cuenta, Antonio! ¡La Blanca Paloma, la Virgen del Rocío! Yo estoy convencido. Astarté, bajo la advocación de la Virgen de la Blanca Paloma, es la diosa tutelar de Doñana... ¡y de los ánsares que vienen a visitarnos cada otoño e invierno desde Escandinavia!

 …………………..


            —¡Nos quiere llevar consigo a la mar! —exclamó Araceli, realmente alarmada.
            Así parecía. Se había puesto a soplar el levante y el Guadalquivir, espoleado por la marea baja e impaciente por fundirse en un impetuoso abrazo con el océano, les empujaba con bravura. Los cuatro remeros, sorprendidos por la fuerza del oleaje tan de repente crecido, necesitaban de su larga experiencia para mantener el rumbo del falucho, que, rebasada la mitad de la corriente, ya se iba aproximando al embarcadero.
            Llegados a su destino, donde les esperaban con los animales Juan Fajardo y otro guarda, el alivio fue general.
            La palidez de Machado Álvarez corría pareja con la de Araceli. De hecho, sólo Celedonio Palencia y Patrick Boyd habían disfrutado la travesía. El primero porque la tripulación le ofrecía todas las garantías, y Boyd por tener la mirada tan clavada en el otro lado del río que apenas se había enterado de que podía haber un problema.
            —¡Creí que nos íbamos a pique! —prorrumpió Machado padre, ya en tierra—. ¡Vaya manera de empezar nuestra aventura! Me pregunto si a Goya y a la duquesa de Alba les pasó algo parecido.
            —¿Cómo? —dijo Patrick.
            —¿Ah, no lo sabía? Sí, hombre. El Coto pertenecía entonces al marido de la duquesa, no recuerdo cómo se llamaba, y ella lo heredó a su muerte. Goya, que ya era su amante, la visitó en Sanlúcar. Y cruzaron el río.
            —En el verano de 1796 —dijo Palencia.
            —¿En 1796 fue? Bueno, te creo. Vivieron su idilio en el palacio de Doñana, donde mañana pasaremos la noche. Se dice que allí pintó sus dos majas.
            Patrick miró a Araceli, que ya se reponía del susto. Escuchaba atenta y se dibujaba en sus labios una leve sonrisa.
            Cargadas maletas y provisiones en los amplios cerrones de los mulos, y montados los excursionistas a caballo, penetraron, guiados por Fajardo, en la densa selva de pinos piñoneros que había observado Patrick desde el vapor.
            «Palencia tenía razón —pensaba—. Desembarcar aquí es dejar atrás el mundo conocido y entrar en otro absolutamente virgen, primitivo.»
            Iban en fila india por una vereda arenosa que dificultaba el tránsito de las bestias y hacía imposible que caminasen al trote. Detrás de Fajardo y el otro guarda, con los mulos, cabalgaba Celedonio Palencia, a quien de vez en cuando dirigía el primero alguna observación. Le seguía Machado padre. Luego venían Araceli —montada a la inglesa sobre una hermosa bestia ojizarca—, Boyd y, ocupando el último puesto de la caravana, Machado hijo.
            Araceli había cambiado el traje del día anterior por un atuendo ecuestre con toque jerezano y llevaba alrededor del cuello un pañuelo de seda roja anudado a lo bandolero. Boyd nunca había visto a una amazona tan atrayente. ¡Y pensar que le acompañaba en ésta su visita iniciática a Doñana! Apenas cabía mayor felicidad.
            Le sorprendía sobremanera la densidad y el verdor del sotobosque, una maraña de lentiscos, jaras, brezos, retama y cantueso todavía mayormente en flor y que, al roce de los animales, desprendían un intenso aroma acre que le recordaba el que envolvía a Araceli la noche de Franconetti.
            Entre el matorral revoloteaban, moteados por los rayos de sol filtrados por las ramas de los pinos, mariposas variopintas, abejas y otros insectos.
            A Patrick le parecía mentira que fuera noviembre.
            Juan Fajardo desmontaba a intervalos y se ponía de rodillas para examinar una traza detectada en la arena por su experimentada mirada. «Por aquí acaba de cruzar un lince cazando», sentenció en una de tales paradas. Paradas que agradecían todos porque les permitían estirar un poco los miembros y beber agua del botijo que llevaba el guarda en una de sus alforjas.
            —Qué pena que no lo viéramos —comentó Machado Núñez—, el animal más hermoso y menos conocido de España. ¡Y yo, queridos amigos, tengo el orgullo de haber sido el primer científico en señalar públicamente su presencia en Doñana!
            En un claro del bosque despacharon con ganas, a mediodía, la merienda que les había preparado su anfitriona en Sanlúcar.
            Tuvieron que caminar tres horas más hasta alcanzar el otro lado de los pinares. Llegados hasta allí constataron que se extendía delante de ellos un desierto donde no crecía nada, a no ser que fueran unos espartos, del cual sobresalían los esqueletos de árboles ahogados por la arena.
            Patrick se quedó impresionado ante aquella transición tan brutal de espeso bosque a despiadado yermo sahariano.
            Juan Fajardo les había explicado que una de las singularidades del Coto era la rapidez con que se hacía de noche, con apenas unos minutos de crepúsculo que, según les aseguró ahora, mientras contemplaban la desolación que se acababa de abrir ante sus ojos, sobrevendría en treinta o cuarenta minutos. Mejor cruzarla sin más demora, recomendó, para llegar todavía con luz a su meta.
            Así lo hicieron.
            El poblado, de seis o siete chozas cónicas de enea, rodeado de una improvisada empalizada de tablas, estaba ubicado en medio de un espacio de pinos y breña cuyo flanco oeste no era ni más ni menos que la abrupta pendiente de una enorme duna de cinco o seis metros de altura. Como imagen de destrucción inexorable Patrick no había visto nunca nada comparable. Daba igual que el proceso de estrangulación de todo el corral pudiera durar un año o dos o cinco, su sentencia de muerte estaba escrita y la primera víctima iba a ser un majestuoso pino alrededor de cuyo recio tronco ya iba subiendo el nivel de la arena.
            Los habitantes del poblado —unos diez carboneros y piñoneros y, en algún caso, su familia—, llevaban semanas esperando con ilusión a los excursionistas, sobre todo por la noticia de que entre ellos venían unos marqueses acompañados de un inglés.
            Uno de los carboneros tenía fama en el Coto por su destreza con el pito y el tambor y, avisado por Juan Fajardo, había preparado para los visitantes, con sus dos hijas, un pequeño recibimiento con música y danza. Mientras el padre agarraba el instrumento de madera con la mano izquierda y le daba al tambor con la derecha, las muchachas, esgrimiendo con garbo las castañuelas, bailaron unos fandangos.
            —No lo saben —le susurró Araceli a Patrick—, pero son sacerdotisas de Astarté, patrona de las marismas.
            Patrick asintió, sonriendo, y dijo:
            —Sí, a lo mejor tienes razón.
            Aunque había caído la noche con la precipitación anunciada por Fajardo, los últimos rescoldos solares todavía encendían de rojo y morado el cielo bajo del poniente.
            Terminado el concierto, el guarda los llevó a las chozas que se habían preparado para su descanso: una para Machado padre y Palencia, otra para Patrick y Machado Álvarez y la tercera para Araceli.
            En el centro de cada una ya ardía, en una tina metálica redonda que hacía las veces de chimenea, un fuego de leña cuyo humo se escapaba en espirales por el agujero practicado en el techo del primitivo habitáculo de enea. Sobre una mesa crepitaba un candil. Un par de sillas, un cántaro de agua y un sencillo armario casi completaban el humilde mobiliario.
            —¡Ahora sí hemos dejado atrás el mundo actual! —le dijo Patrick a Machado hijo mientras desplegaban sobre sendos catres, provistos de mantas de lana, su ropa para la mañana siguiente y algún artículo de aseo—. ¡Es la primera vez que paso la noche en un poblado de la Edad de Piedra!
            En otro corral cercano un ciervo bramaba su despedida al día. Entre los pinos que rodeaban el lugar ensayaba una lechuza sus primeras estridencias nocturnas.
            La cena, compartida por todos alrededor de una hoguera de ramas secas de enebro y otras plantas aromáticas, no pudo ser más bulliciosa. La mujer del pitero había dispuesto para la ocasión una gran olla de conejo, y Palencia sacó de sus alforjas varias botas de vino tinto. Hubo risas y anécdotas marismeñas y hasta accedió a cantar una de las hijas del músico.
            Machado padre y Celedonio Palencia se retiraron luego, así como los ribereños. Patrick les rogó a Antonio y Araceli que se quedasen con él un poco más al lado del fuego, que ya se iba apagando. Les quería comunicar su inquietud en relación con Pedro González y los papeles de Solís. ¿No debería volver a Sanlúcar con Palencia después de ver los ánsares? ¿No sería una insensatez no aprovechar inmediatamente aquella pista, teniéndola tan cerca? ¿No decía el refrán español que pájaro en mano vale cien volando?
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    Despertados por Juan Fajardo, fuertemente abrigados contra el frío y fortalecidos por varias tazas de café muy caliente preparado por la mujer del pitero, iniciaron a las tres y media de la madrugada la última etapa de su laboriosa caminata hacia el Cerro de los Ánsares.
            Iban delante, lado a lado, seguidos por Fajardo, dos de los carboneros de la noche anterior, montados en mulos y provistos de sendas lámparas de queroseno que, colgadas de un palo sujetado con correas al flanco de cada animal, alumbraban la vereda con suficiente claridad para poder evitar tropiezos con obstáculos imprevistos.
            Cruzaron por cuatro o cinco largos corrales separados por trechos de arenal y, hora y media después, alcanzaron el borde del último espacio verde. El guarda les explicó que delante de ellos se extendía, en la oscuridad, un páramo de inmensas dunas de arena.
            El silencio era absoluto, menos el cercano tronar del mar. Escuchándolo, a Patrick le vino a la memoria una vieja balada irlandesa aprendida con los jesuitas de Galway. Evocaba con nostalgia, desde el exilio, el resonar de las olas atlánticas sobre una playa presidida por la luna y las estrellas.
            Fajardo les dijo que les tocaría pronto ir subiendo entre las dunas y que dentro de poco llegarían a un declive con los restos de una atalaya. Allí se quedarían los carboneros, al cuidado de los animales y para preparar el desayuno —que prometía de mucho postín—, mientras ellos cubrían a pie el último tramo.
            Alcanzado aquel paraje empezaron la subida al Cerro de los Ánsares. Fajardo llevaba una de las lámparas de queroseno. Agradecían sus abrigos y bufandas y las botas forradas de lana, recomendadas semanas atrás por Palencia y sin las cuales ya habrían tenido los pies ateridos.
            El Cerro de los Ánsares era en realidad un conjunto de dunas que, ocupando varios kilómetros cuadrados, bajaban en pendiente suave hacia las marismas. El cobertizo, abierto el día anterior por los hombres de Fajardo en la cresta de una de ellas, y disfrazado por matas de arbustos secos, iba a permitir que, totalmente ocultos, pudiesen apreciar por una amplia rendija, con la nueva luz del día, la vasta extensión arenosa que se abría ante ellos.
            Serían las seis de la mañana cuando llegaron hasta allí. Las estrellas ya iban perdiendo su brillantez y se presentía el amanecer. Fajardo apagó la lámpara y todos se metieron dentro del hueco.
            Araceli se colocó al lado de Patrick y, aprovechando la oscuridad, le cogió enseguida la mano.
            —¡Ya estamos! ¡Lo hemos conseguido! —dijo Machado Núñez, rebosando satisfacción—. ¡Gracias, Juan! ¡Y qué suerte hemos tenido con el tiempo! Con tal de que no se levante el foreño y nos huelan los muy pícaros.
            —Es el viento que viene del mar —explicó Palencia a Boyd—. Los ánsares tienen el olfato muy fino, como seguramente sabes, y si soplara el foreño podrían olernos y alejarse.
            Fajardo había traído consigo una petaca de plata, regalada por un naturalista alemán en señal de agradecimiento por las atenciones del guarda durante una visita a Doñana unos años atrás. Anticipando el frío, la había llenado de aguardiente.
            —Un pequeño trago nos vendrá muy bien —dijo, pasándola primero a Araceli.
            Al sorber el fogoso licor, Boyd recordó el que le había hecho probar Paul Angulo un mes antes en Hendaya. Desde entonces, ¡cuántas cosas le habían ocurrido!
            Por la rendija del escondite todos miraban hacia el este, donde, teñido de un débil rubor, ya clareaba el cielo.
            —Dentro de nada se va a realizar su sueño, Patrick —le dijo Machado padre—. No sabe cuánto me alegro. Ahora lo que nos toca es callar, escuchar y esperar.
            Poco después les llegó desde el corazón de las marismas una sorda conmoción que no tardó en convertirse en tumultuosa algarabía.
            —¡Son ellos! ¡Ya vienen! —susurró Palencia.
            Patrick se dio cuenta de que le latía furiosamente el corazón. Araceli le agarró con fuerza el brazo.
            Ya se elevaba sobre los montes lejanos el disco amarillo del sol, y descubrieron, maravillados, que desde su improvisado escondite en la arena se atalayaba una vasta extensión de dunas, marisma y lagunas.
            De repente sonaron muy cerca unos roncos graznidos y vieron ir directamente hacia ellos un pequeño grupo de ánsares que se posaron a unos quince metros de su escondite y, mientras los intrusos retenían la respiración, empezaron enseguida a comer arena. A tan corta distancia se apreciaba su gran tamaño, la belleza de su plumaje marrón y el color rosáceo de sus patas.
            Era la vanguardia de un ejército de gansos, miles y miles de ellos, que fueron llegando a las dunas, graznando ruidosamente, en grupos cada vez más numerosos.
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